martes, 3 de junio de 2008

CANTO SEPTIMO


Con un rumor creciente de oleaje que se encrespa, de aludes despeñados en la barranca horrenda, de truenos de tormenta que sobre el cielo ruedan con el rugiente estrépito de mil carros de guerra, un crepitar de llamas y un borbotar de lavas vaciadas entre un rojo resoplar de pavesas . . . en una catarata de armonías, la orquesta se precipita en brava corriente de redobles que rugen a un tiempo el pavor de la selva y el descanso del desierto y con mayor vehemencia las pasiones despiertas en la intrincada selva del corazón ardiente.

En una loca danza la mujer palpita y se retuerce, se mueve en raudos giros, se estira, se estremece y luego decidida, se arranca el postrer velo. Es como una infinita vibración toda ella, tiemblan como capullos sus ardientes senos, sus labios entreabiertos, su lengua se vuelve bífida, su lánguida mirada desfallece de ensueños, sus párpados cual pétalos transparentes se cierran y es el instante entonces un estremecimiento en que en una caricia de infinita belleza, en aquel cuerpo trémulo besado de misterio, se entrelazan el Amor y la Muerte.

Entre las espirales opacas del incienso, mira el sultán alzarse las figuras guerreras, el humo del incendio, las bárbaras legiones en loca cabalgata vencedora del viento, cruzando las caldeadas planicies del desierto.

Son las trompetas roncos alaridos de guerra, tropeles desbocados fingen los atabales y es el séptimo velo victoriosa bandera que flota inmensamente, mientras de aquella diosa, es el cuerpo desnudo una maravillosa estatua que se yergue esculpida con rimas en soberbias estrofas sobre la cumbre de una magnifica epopeya . . .

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