viernes, 26 de febrero de 2016

A LOS HUEVOS



Más allá de las islas Filipinas, 
hay una, que ni sé cómo se llama 
ni me importa saberlo, donde es fama 
que jamás hubo casta de gallinas, 
hasta que allá un viajero
llevó por accidente un gallinero. 

Al fin tal fue la cría, que ya el plato 
más común y barato 
era de huevos frescos; pero todos 
los pasaban por agua que el viajante
no enseñó a componerlos de otros modos. 

Luego, de aquella tierra un habitante 
introdujo el comerlos estrellados. 

¡Oh! ¡Qué elogios se oyeron a porfía 
de su rara y fecunda fantasía!
Otro discurre hacerlos escalfados... 
¡Pensamiento feliz!... Otro, rellenos... 

¡Ahora sí que están los huevos buenos! 
Uno, después, inventa la tortilla, 
y todos claman ya: «¡Qué maravilla!»
No bien se pasó un año, 
cuando otro dijo: «Sois unos petates; 
yo los haré revueltos con tomates». 

Y aquel guiso de huevos tan extraño, 
con que toda la isla se alborota,
hubiera estado largo tiempo en uso, 
a no ser porque luego los compuso 
un famoso extranjero a la hugonota. 

Esto hicieron diversos cocineros; 
pero ¡qué condimentos delicados
no añadieron después los reposteros! 
Moles, dobles, hilados, 
en caramelo, en leche, 
en sorbete, en compota, en escabeche. 

Al cabo todos eran inventores,
y los últimos huevos, los mejores. 

Más un prudente anciano 
les dijo un día: «Presumís en vano 
de esas composiciones peregrinas 

¡Gracias al que nos trajo las gallinas!» 

No hay comentarios: